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   22 de Diciembre de 2020

El Evangelio que anunciamos las Mujeres: Lucas 2,1-14

“Visibilizando a las invisibilizadas”

Lucas 2,1-14 forma parte de lo que habitualmente se conoce como “evangelio de la infancia”, dos capítulos que tienen mucho que decirnos si los leemos “en clave de mujer/es”. Son varios los aspectos que el evangelista destaca. Nombro unos pocos: la presencia de la Ruaj Yahvé, “la” Espíritu Santo, que no sólo actúa sobre algunos varones (Zacarías, Simeón…) sino también sobre las mujeres (María, Isabel, Ana…), a las que las “cubre con su sombra”, las “llena” y mueve a profetizar, reconociendo la fidelidad de Dios en sus vidas y en la de su pueblo.

Otro aspecto, el clima de alegría que inunda el relato, expresado sobre todo en los saludos que vienen de Dios y los cantos de alabanza y agradecimiento (de Zacarías, de María, de Simeón, de los ángeles…). Un tercer elemento destacado por el evangelista es cómo Dios da vuelta la historia y (en la voz de María) “desbarata los planes de los soberbios, derriba del trono a los potentados y ensalza a los humildes…”.

Ahora bien, entre lo que va expresando Lucas en este evangelio de la infancia, quiero señalar particularmente la presencia de varias mujeres como protagonistas de la historia de la salvación, algunas explicitadas y otras que podemos suponer y descubrir entre los pliegues del relato, en el lenguaje masculino genérico, aunque hayan quedado invisibilizadas. Entre las primeras, Lucas nombra a María -la madre de Jesús-, a Isabel -su pariente y madre de Juan el Bautista-, y a Ana -la anciana fiel a quien el evangelista llama “profetisa”-. Las tres son presentadas como mujeres activas, con voz propia, con rasgos de profetisas quienes descubren y proclaman el accionar de Dios en la historia del pueblo, pero sobre todo en sus propias historias. Además, -algo que es fundamental para nosotras en tanto mujeres-, se las ve reconociéndose y empoderándose mutua y sororalmente.

Por su parte, entre las invisibilizadas podemos decir que también hubo mujeres “testigas” entre los que Lucas llama “los primeros testigos presenciales y servidores de la palabra” (1,2), aunque se entienda habitualmente entre ellos sólo a “los Doce”. Esto lo afirmamos con certeza ya que se las reconoce como tales, “testigas”, en numerosos pasajes del Nuevo Testamento (Mt. 28,7-10; Mc.16,9-10; Lc. 24,8-10; Jn. 20,11-18; Rom. 16,1.3.7.12, etc.). Es cosa para destacar porque en aquella época se reservaba la función del testigo sólo a los varones adultos. Ahondando en esta cuestión, y para nombrar otras más entre las invisibilizadas, ¡cómo no imaginar mujeres entre “los vecinos y parientes” de Isabel! que “se alegran con ella” (Lc. 1,58; cf. Rut 4,14-15) cuando el motivo de la alegría es que “aquella que llamaban estéril” dio a luz, una experiencia siempre tan fundamental y sensible para las mujeres, pero más aún en aquel contexto cultural.

Pues bien, estas características se muestran también en el Evangelio que proclamamos en la Misa de Nochebuena. La alegría desborda en el anuncio de los ángeles: “No teman. Miren, les doy una Buena Noticia, una gran alegría para todo el pueblo”. Una alegría que no borra la precariedad y vulnerabilidad de los distintos personajes: la de María y José, ella con un embarazo avanzado, durante el cual tienen que dejar Nazaret y todo lo que ese lugar suponía para ellos, su casa, la familia, amigas/os y vecinas/os, y no sólo los afectos sino también lo material. Imagino la cuna que muy probablemente había construido José mientras esperaba y soñaba con el niño que iba a nacer pero que no podían llevar, sus arraigos y seguridades… en cambio, debían partir a Belén con motivo del censo ordenado por el emperador. Allí no encontrarán “sitio para ellos [fundamentalmente “para ella”] en la posada”, no tanto porque fuera mucha la gente, sino porque la sangre derramada, tanto en el parto como en la menstruación, dejaba impura a la mujer y todo lo que ella tocara, personas o cosas.

Vulnerabilidad y precariedad también de las y los pastoras/es, seguramente pobres y despreciadas/os por su trabajo y condición social. Es a esas/os pobres y empobrecidas/os a las/os que Dios les hace el anuncio, no a quienes están en el Templo o en el palacio. Y el contraste se refuerza con “la señal” que da para fundar y sostener la alegría, una señal que, nuevamente, es significativa de modo particular para las mujeres: “Esto les servirá de señal: encontrarán un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. Es en esa fragilidad y vulnerabilidad de un niño recién nacido envuelto en pañales donde Dios se hace presente entre nosotras/os.

Por otra parte, y visibilizando las mujeres que Lucas dejó invisibilizadas entre líneas en el masculino genérico de su narración, señalo en esta escena a las pastoras, que forman parte del grupo que “fueron aprisa”, que contaron a María y José “lo que les habían dicho del niño” y que “se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían visto y oído”. Las imagino “empujando” a sus compañeros para ir a ver lo que les había anunciado el ángel, como lo harán años después otras mujeres, cuando vayan a anunciar a los discípulos que Jesús había resucitado, ellas que fueron las primeras “testigas”. Es más, podemos profundizar nuestras dudas y preguntarnos si no habrá habido alguna/s que -como tantas matronas, mujeres sabias y experimentadas que asistieron a lo largo de la historia a innumerables mujeres en ese momento tan particular de dar a luz- en este momento acompañaron a María en su parto. El “dogma” de “la siempre Virgen” nos puede hacer invisibilizar y olvidar aquello que necesitó María, una primeriza, en esta situación.

En este tiempo de pandemia, tiempo en el que hemos experimentado de manera extrema nuestra fragilidad y precariedad como personas, pueblos, países, humanidad toda, necesitamos que resuenen fuertemente en nuestros oídos el anuncio gozoso de los ángeles, “¡Gloria a Dios en lo alto y en la tierra paz a la gente amada por él!”, recordando que las y los personajes de este evangelio nos señalan quiénes son particularmente amadas y amados por Dios.

Lucía Riba, Profesora de Teología, Universidad Católica de Córdoba - Argentina

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