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   02 de Noviembre de 2020

El Evangelio que anunciamos las Mujeres: Mateo 5:1-12a

El Reino de los Cielos... la gran pasión de Jesús. No es posible para una discípula de Jesús pensar el Reino de los Cielos separado de las bienaventuranzas. Sencillamente porque corrige las muchas corrientes teológicas que nos hablan de un Reino que esta allá por las nubes, casi inalcanzable y que con frecuencia ha contribuido a que vivamos resignadas y aguantemos no más porque un día “en el cielo recibiremos grandes premios”. Las bienaventuranzas dejan al descubierto el sentido profundo del proyecto de vida de Jesús.

Quién mejor que Él para conocer el Espíritu de los pobres: Él, que creció en el vientre de una joven Virgen que sin duda estuvo a punto de ser lapidada por adúltera, en una cultura donde no había espacio para la intervención divina. Sus leyes solo podían entender que estaba embarazada antes del matrimonio.

Él, que no pudo acceder a un mejor lugar para nacer que un pesebre; que no pudo gozar de una infancia feliz porque antes de pronunciar su primera palabra muchos ya se sentían amenazados y lo buscaron para matarlo... Él, que fue buscado por su propia familia porque se corrían rumores de que estaba perturbado, no encajaba en su propia cultura. En Bolivia diríamos que era un tipo medio “rarito”.

¿Acaso no nos pasa lo mismo a nosotras cuando vemos a alguien que no encaja en las estructuras mentales que nos hemos creado y que tanto nos cuesta romper?

Quién mejor que Él para proclamar felices a quienes lloran, porque ¡cuántas veces Él habrá derramado lágrimas de pena, de impotencia, de dolor, de rabia quizás! ante la dureza de corazón de quienes gozaban de privilegios.

Con qué facilidad a veces damos sugerencias y consejos a nuestros hermanos menos favorecidos. Incluso nos permitimos juzgarlos, hasta nos atrevemos a pensar que por flojos viven en la pobreza y la miseria. ¡Qué difícil se nos hace derramar una lágrima por ellos y menos aún, con ellos!, porque desde la comodidad en que nos hemos acostumbrado a vivir ya no hay lugar para sentir con el otro.

¿Cuándo hemos llorado estas lágrimas, que nacen de lo profundo, y son las que apasionan a Dios?

¡Cómo no hablar de la paciencia! Él, que durante 30 años en Nazaret junto al pueblo sufrido se preparó para una misión aparentemente tan corta. Pacientemente esperó el momento preciso para esparcir responsable y apasionadamente las semillas del Reino.

En un mundo cada vez más acelerado, la paciencia es una de las cualidades que más nos cuesta, todo tiene que ser ¡ya! Nos hemos permitido incluso adulterar la misma naturaleza. Nos resulta cada vez más difícil dejar que la vida fluya. Simplemente no podemos y no queremos esperar. Ya ni siquiera podemos comer saludablemente porque todo lo hemos adulterado de tal manera que cada vez se nos hace más difícil pensar en la TIERRA. Menos aún podremos pensar en ella como el maravilloso regalo de Dios para nosotras.

¿Cuándo hemos esperado la última vez algo, con esta paciencia que nace de la confianza en Dios?

Jesús nos invita a mantenernos alertas, el hambre y la sed de justicia hacen que estemos atentas a los acontecimientos de nuestra historia, a lo que pasa a nuestro lado, a no conformarnos con la manera irresponsable de cómo nos organizamos; donde unos pocos tienen mucho y las grandes mayorías tienen nada. La pandemia del corona virus ha dejado al descubierto nuestra frágil naturaleza. Nos ha dejado a todos una de las más duras lecciones: no somos tan fuertes como habíamos creído. No tenemos todas las respuestas, ni la solución a todos los problemas. Las muchas cosas que hemos acumulado no nos sirven de nada cuando el dolor de la enfermedad nos toca. Cuando la partida inesperada de las personas que amamos llega y nos deja un vacío que nada puede llenar. Entonces ¿por qué se nos hace tan difícil abrirnos a la necesidad del otro? ¿Por qué nos cuesta tanto aprender que, mientras haya una sola persona en el mundo que carece de lo esencial para vivir, nunca podremos estar saciados?

Cuántas veces, en nuestro afán de hacer bien las cosas; desde nuestras muchas lógicas olvidamos la compasión. Vamos perdiendo la capacidad de sentir con el otro, de hacer posible que la realidad que vive el otro me interese a tal punto que me ponga en acción y me lleve a buscar juntos una solución a su necesidad. Es quizás esta una de las razones por las que a veces vivimos llenas de miedos, de temores... incluso incapaces de entregarnos al AMOR y a la MISERICORDIA del Dios que Jesús nos ha revelado.

Jesús conocía muy bien el camino de la limpieza de corazón, lo esencial para poder unir la realidad del día a día con el encuentro con el Dios de la Vida.

Muchas veces en mi vida hago el ejercicio de recorrer mi niñez. Allá, perdida en mi selva amazónica boliviana. ¡Existencialmente feliz! Vengo de una familia numerosa, donde cada día agradecíamos a Dios y a la Virgen porque había en la mesa algo para llevarnos a la boca. Podíamos terminar cada día felices porque a la luz de la velita o del mechero (pequeña lámpara hecha con una latita, hilos de algodón y un poco de querosén) podíamos mirarnos con alegría y darnos las buenas noches.

Siento mucha nostalgia de esa niñita porque hasta ahora no puedo identificar lo que le pasó, cuándo fue que ella se perdió. Cómo es posible que en una sola persona pueda haber tanto espacio para miles y miles de prejuicios. Todos ellos probablemente sin ningún fundamento, pero con la fuerza suficiente para poner una barrera que con frecuencia no me permite ver al Dios de la VIDA en mi hermana, en mi hermano...

Como discípulas de Jesús estamos invitadas a vivir aquí y ahora ¡FELICES! Más allá de la historia personal que nos ha tocado vivir, somos invitadas por el mismo Jesús a alegrarnos y a vivir contentas porque cada una de nosotras a su paso está dejando nuevas semillas del Reino de los Cielos por cuya construcción Jesús se la jugó.

Mercedes Gutiérrez Cuellar, Hermana de la Comunidad de Jesús. Sirviendo en la Fundación Cristo Vive, Bolivia

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